- Jocelyn Bell Burnell

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Artículo original: https://zientzia.eus/artikuluak/jocelyn-bell-burnell-dama-gazte-bat-astrofisikaren/ 

Experimento realizado en honor a esta mujer aquí

Jocelyn Bell Burnell, una joven dama en la cumbre de la astrofísica

Los periodistas empezaron a asomarse uno tras otro. Querían fotografiarla, junto al radiotelescopio, de pie, sentada, analizando datos, incluso corriendo, agitando los brazos, celebrando el descubrimiento. Y es que realizó uno de los mayores descubrimientos de la época; y así lo evidenciaba el artículo que acababa de publicar en la revista Nature. La autora del hallazgo era una mujer, joven y guapa. Los periodistas querían saber si era más alta que la princesa Margaret, cuántos novios había tenido...

Jocelyn Bell Burnell se sintió como «un trozo de carne». No era la primera vez. Todavía se acordaba de cuando empezó a estudiar física en la Universidad de Glasgow. Era la única chica entre 49 chicos. Y en aquella época, cuando una mujer entraba en el anfiteatro, todos los hombres empezaban a silbar, a golpear el suelo y a aplaudir; y si la mujer se sonrojaba, con más fuerza aún. No fue fácil, pero Bell Burnell tenía claro que quería ser astrónoma.

Nació en Belfast en 1943. En la escuela, fue una de las primeras chicas a las que se permitió optar por la rama científica. Normalmente las encaminaban al aprendizaje de las tareas domésticas (coser, cocinar...); las ciencias eran para los chicos. Pero Bell Burnell quería elegir la rama científica, y sus padres estaban de acuerdo. Ellos lucharon desde el principio para que su hija pudiera cursar estudios científicos.

Pronto llegaría la prueba que se realizaba a los 11 años. Con aquella prueba se decidía quién era válido para hacer una carrera y quién no. Eso sí, a los 11 años, al ser las chicas más rápidas que los chicos, las primeras se sometían a pruebas más complicadas. El objetivo era que aprobara una menor cantidad de chicas. Bell Burnell no superó la prueba. Pero, como siempre, sus padres se las arreglaron para que su hija pudiera recorrer, en otra escuela, su trayectoria para realizar una carrera. Desde el principio le fue fenomenal, era la mejor de la clase en temas científicos.

En aquella época sabía que quería estudiar física, pero no sabía exactamente qué; hasta que se enganchó por completo a los libros que su padre le traía de la biblioteca. Entonces decidió que, a toda costa, estudiaría astronomía.

Tras acabar la carrera en Glasgow, se trasladó a Cambridge para hacer el doctorado. Al principio, se sentía incómoda; creía que no merecía estar allí, que no era lo bastante inteligente para estar allí, y que quizá la echarían al darse cuenta de que era tonta. Y es que allí todos parecían extraordinariamente inteligentes. Sin embargo, no estaba dispuesta a rendirse, y decidió que haría todo lo posible, que trabajaría mucho, día tras día.

Se pasó los dos primeros años construyendo un radiotelescopio. El objetivo era investigar los quásares. En aquella época, se conocían muy poco y había mucho interés en ellos. Antony Hewish pensó que un radiotelescopio gigante sería una herramienta muy útil para detectar quásares. Y Bell Burnell empezó a construirlo.

En un área de unos 20.000 m 2, instalaron más de 2.000 antenas conectadas entre sí mediante un cableado de 200 km. En julio de 1967 comenzaron a utilizar aquel curioso telescopio. Todo lo detectado por el telescopio se registraba en largas tiras de papel. El trabajo de Bell Burnell consistía en analizar todo aquello; 30 metros de papel al día.

Hizo su trabajo con gran cuidado. A las seis semanas, se dio cuenta de que había una curiosa señal entre todas las demás. Y, además, ya había aparecido con anterioridad, según pudo confirmar al revisar registros anteriores. Cuando logró detectar la señal con más detalle, vio que venía a pulsos; el intervalo entre los pulsos era de 1,3 segundos. Se lo contó inmediatamente a Hewish. Lo primero que Hewish pensó es que aquella señal debía tener origen humano; aquellos pulsos eran demasiado rápidos para provenir de cuerpos del tamaño de las estrellas.

Pero Bell Burnell sabía que eso no era posible, pues había visto que la fuente de aquellas señales se movía como las estrellas. Fuera lo que fuese, estaba entre las estrellas. Hewish también lo confirmó, y entonces empezaron a estudiar —y a descartar— todas las hipótesis que se les ocurrían: radares reflejados en la Luna, satélites con órbitas especiales, efecto de un edificio metálico próximo al telescopio, algún fallo del telescopio...

Más tarde, su compañero John Pilkington descubrió que la señal procedía del exterior del Sistema Solar y del interior de la Vía Láctea. Pero, ¿qué era, entonces? ¿Acaso eran señales enviadas por seres de otra civilización? No creían que fuera el caso, pero tampoco se podía descartar aquella hipótesis. Al fin y al cabo, no sabían si el origen de aquellos pulsos de ondas de radio era natural o no.

El día antes de las vacaciones de Navidad, Bell Burnell iba furiosa a casa, «¡yo, aquí, tratando de doctorarme con una técnica nueva, y unos estúpidos hombrecillos verdes eligen mi área celeste y mi frecuencia para comunicarse con nosotros!», se dijo a sí misma. Después de cenar, volvió al laboratorio. Y, mientras examinaba los datos de otra zona del cielo, ¡mira por dónde, otra señal parecida! Repasó los registros anteriores de aquella área y ¡ahí aparecía la señal, ocasionalmente! Tuvo que abandonar el laboratorio, ya que era hora de cerrar. Pero sabía que aquello que emitía la nueva señal pasaría por el cielo a altas horas de la madrugada.

Fue al observatorio. Hacía mucho frío y sabía que el sistema de receptores no funcionaba tan bien cuando se enfriaba. Con la ayuda de su aliento y algunas blasfemias, consiguió que el sistema funcionara correctamente durante cinco minutos y, ¡allí estaba la señal! También se trataba de pulsos, pulsos que se emitían con un intervalo de 1,2 segundos. Dejó los resultados sobre la mesa de Hewish y se fue feliz de vacaciones. No parecía muy creíble que dos grupos de hombrecitos verdes se dedicaran a recorrer distintos lugares del espacio para enviar señales al mismo planeta, simultáneamente, y empleando la misma frecuencia.

A la vuelta de las vacaciones, tras un par de semanas, detectó la tercera señal, y tras ella, la cuarta. Llegaron a la conclusión de que se trataba de un nuevo tipo de estrellas. Más tarde las llamarían pulsares. A finales de enero, el hallazgo se publicó en Nature. En el artículo se mencionó el hecho de que llegaron a pensar que aquellas señales podían provenir de otra civilización. Y, por supuesto, eso atrajo a muchos periodistas. Más aún, cuando supieron que la autora del descubrimiento era una mujer joven y bonita...

P.D.: El descubrimiento de los pulsares trajo consigo el primer premio Nobel de la astronomía. El premio fue otorgado a Hewish. Sin embargo, a tenor de lo que contó Bell Burnell en la entrevista, no parece que esté molesta por ello.

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